jueves, octubre 19, 2006

Chant des partisans


Existen miles de aficionados a la historia de la Segunda Guerra Mundial. En México no falta quien tenga al menos uno de los fascículos enciclopédicos de la editorial Salvat sobre el tema, que arme los infaltables modelos a escala del armamento y soldados, e incluso que conozca o sea parte de los hardcore que encuentran fascinante el mundo de los uniformes de la Wehrmacht y visten con ellos cada fin de semana para platicar con otros colegas sobre los movimientos de pinza de los rusos durante la batalla de Kursk o las tácticas de Rommel en el desierto de Libia. Qué tal.
Con los años, a este conflicto se le ha dado un toque romántico que quizá no merece, sobre todo por la propaganda gringa, aunque está muy claro que existía un ejército con generales bastante competentes y motivaciones oscuras que tenían como misión ocupar una gran extensión de territorio en un tiempo mínimo, y un grupo de oponentes que echaron mano de toda su fuerza e ingenio disponibles para evitar que esto sucediera. El enfrentamiento dio origen a batallas encarnizadas, estrategias ingeniosas, escenas de heroísmo y armas que fueron el semillero de la tecnología que disfrutamos al día de hoy. Esta superficialidad contrasta con el verdadero horror que significó para millones de personas, y desgraciadamente fue una lección de la cual nadie aprendió nada. Cuando era un puberto me sentí atraído especialmente por la Batalla de Inglaterra, la primera en el que se emplearon aviones de combate a gran escala. Ignoro si esto haya influido en mi hermano Roy, quien ahora es piloto. Otro tema que me obsesionaba era la épica batalla de Stalingrado, vuelta de tuerca en el frente oriental y momento decisivo de la guerra. Si los rusos perdían, algo más grave hubiera sucedido para las naciones aliadas.

Todo esto viene porque hoy se cumple un año del fallecimiento del señor Alain Sabourdy, tío de Tania. Él era un niño cuando las fuerzas de Hitler ocuparon Francia, su país natal. Sobrevivió, y años después el destino lo trajo a México donde formó una familia. Tengo presente su imagen en el día de mi boda, brindando con todos. En las fotos que le tomaron, probablemente las últimas de su vida, lucía muy feliz. Aunque no lo pude conocer muy bien, sabía que le gustaba todo lo referente a la Segunda Guerra. Aunque siempre me propuse tener una plática sobre el tema con él, esta nunca sucedió por falta de tiempo. Cada vez que me encuentro con algo relacionado a la llamada Gran Guerra inevitablemente pienso en él y de rebote en las legiones de fans que saben la diferencia entre las espadas de los oficiales del ejército japonés, las misiones de las fuerzas especiales inglesas y las aventuras de la resistencia francesa. Quizá fue un precedente de fenómenos de la mercadotecnia como Star Wars (las similitudes sobran). Creo que al día de hoy los soldados de plástico con el que juegan los niños son modelos que visten a la usanza de los infantes de marina estadounidenses en el frente del Pacífico; un día como hoy, McArthur regresó a las Filipinas.

Donde quiera que esté, señor Sabourdy, un saludo con el sonido de la Marsellesa y el Chant des partisans el día de la liberación de París.


Curiosamente, una de las primeras novelas que compré con mi propio dinero fue, Starship Troopers, de Robert A. Heinlein. Novela pro-bélica, asquerosamente fascista, panegírico de las fuerzas armadas con ecos a la Segunda Guerra Mundial, que contrasta diametralmente con la setentera The Forever War, de Joe Haldeman, una alegoría sobre Vietnam de la que me ocuparé en breve.