Como lo dicta una regla no escrita, colocamos los 25 ejemplares sobrantes a un lado del pasillo que rodea el enorme tragaluz del edificio. Le avisamos a la gente, y para mi asombro en menos de cinco minutos se los habían llevado todos; recordé la imagen de los buitres en Nepal que caen alrededor de un cadáver y lo limpian en segundos.
Creo que he superado la etapa de 'en este país no se lee' por la de 'cada quién sus vicios' (parafraseando a JL Zárate). Después de todo, ¿quién soy yo para juzgar las lecturas de la gente? Al respecto, el libro ¿Qué leen los que no leen? de Juan Domingo Argüelles cobra especial significado, en el sentido de la libertad de elegir nuestras propias lecturas. Cuando veo el librero `publico' que tenemos estimo más mi modesta colección.
Ahora los estantes lucen ordenados e impecables, con los textos clasificados de nuevo por temas o tamaños, dispuestos a regalarnos sus conocimientos –que por otro lado casi los hemos exprimido hasta la última gota, pronto hará falta renovarlos–. Quién sabe por cuanto tiempo duren así, la dinámica del trabajo los volverá a movilizar, algunos se volverán caducos, otros se perderán (tengo la teoría que al año desaparecen al menos cinco), mientras una docena terminarán en el librero de otra revista de información general, tomados por supuesto sin nuestro consentimiento.
Escucho: Pocket Symphony de Air
